¡Resucitó!

Se lo había dicho repetidas veces, la última, en la Última Cena, víspera de su muerte (Jn. 14, 1-3). Pero, después de ver como había sido humillado, torturado y ejecutado, desangrándose colgado de una cruz en el Gólgota, les parecía imposible aquello de resucitar. Incluso a ellos, los discípulos, testigos de tantos milagros, les parecía imposible que Jesús pudiera, en esto, cumplir su palabra. Y así, incumpliendo su mandato de que esperasen en Jerusalén para verle resucitado, algunos deciden alejarse de la ciudad y retornar a su pueblo (Lc. 24, 13-55). No se trata, por tanto, de que los Apóstoles confundieran el deseo con la realidad. Al contrario, se mostraban reacios a creer. Y sólo creyeron de verdad y empezaron a predicar cuando se encontraron con Él, con Jesús, resucitado (Hech. 2, 22-24)

Habían visto como moría en la cruz y como era sepultado por José de Arimatea, y ahora se encuentran con él vivo, resucitado, como había prometido.

Este acontecimiento - la Resurrección de Jesucristo- constituye el núcleo central y eje central del Kerigma Cristiano, es decir, del Evangelio, de la Buena Noticia del Cristianismo. Decir esto no les va a reportar a los Apóstoles, humanamente hablando, ningún beneficio, si no, al contrario, persecuciones y la propia vida, muriendo mártires todos ellos. Pero había que obedecer a Dios antes que a los hombres (Hech. 4, 18-20).

La historia de Jesús de Nazaret, a su paso por este mundo, no terminó en el sepulcro, que aquellas buenas mujeres encontraron vacío (Lc. 24, 1-3), si no que el término fue la Casa del Padre, de la que había hablado a los Apóstoles en la Última Cena (Jn. 14, 1-3).

Mirando ahora nuestras vidas: El camino puede ser a veces cuesta arriba, camino marcado por el sufrimiento, pero la meta, también para nosotros, es la Casa del Padre, donde nos aguarda una vida feliz, una vida plenamente feliz y definitiva: ¡ALELUYA!

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